“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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lunes, 18 de mayo de 2009

HISTORIA DE UNA AMISTAD.

Francisco S., mi buen, enorme amigo y maestro, que me quiere bien, me prestaba hace unos días un clásico revelador totalmente desconocido para mí, el estudio de Vicente Marrero Historia de una amistad (Madrid, Ed. Magisterio Español, 1971). Para quienes amamos Santander, con su Sardinero, sus cafés, sus atalayas, sus playas y su romántica bahía, este libro de Marrero es un goce para los sentidos y un bálsamo para el corazón. Se centra en detallar la profunda, emotiva y larga amistad entre mentalidades muy dispares, las de los escritores José María de Pereda, Benito Pérez Galdós y Marcelino Menéndez Pelayo. Un trío de ases sublimado si contamos con la participación añadida del decano de las letras del siglo XIX, Juan Valera, del crítico más audaz, Leopoldo Alas “Clarín”, y del emperador de la poesía hispanoamericana, Rubén Darío.



Sin demeritar a los otros, vamos a detenernos ahora en aquellos genios de las veladas de San Quintín y de la guantería de Juan Alonso. Pereda y Galdós eran edecanes consumados del Realismo narrativo. Pereda era un tradicionalista acérrimo, historiador ultramontano de su terruño, patriarca de los cántabros, sus decires, sus usos y costumbres. Militante en el carlismo, apenas salía de su comarca y odiaba en lo más profundo viajar a Madrid. Galdós era un santanderino de adopción; a Santander iba a echar sus mejores “canas al aire”, y desde aquel extraordinario puerto de indianos retrataba como nadie el Madrid de la Restauración. Agnóstico, que nunca ateo ni descreído, hablaba más del cristianismo de espíritu que del catolicismo inquisidor, que aborrecía, dada su vinculación con posturas republicano-socialistas. Don Marcelino, curiosamente el benjamín de los tres, amaba la Historia de España y de su Literatura, y se convirtió pronto, casi durante su adolescencia, en el mejor conocedor del pasado creativo del país, y en el primer gran filólogo que hemos tenido los españoles. También, uno de los mejores conocedores de la poesía latinoamericana. Católico convencido, era un monárquico de tradición divina. Cuando se propuso a Galdós dos veces para el Nobel, los españoles “que no podían ser otra cosa” vitoreaban a Don Marcelino para igual galardón. Y, sin embargo, ni unos ni otros parecían comprender que no existía rivalidad, sino camaradería: la que da el asombro desprovisto de envidia. “Clarín” se dio cuenta de que eran las ideas cristianas, la religión en definitiva, aunque observada desde distinto ángulo, la que posibilitó el acercamiento respetuosísimo de aquellos grandes talentos.

Cuando Galdós alcanzó cierto éxito con Gloria, sus dos amigos alabaron la trabazón del relato, su ágil estilo, pero también deploraron respetuosamente su sentido maniqueo de la vida, su carácter de “novela de tesis”, donde el progresismo y la tolerancia caminan del lado del judaísmo, y el inmovilismo intolerante y teocrático queda para los curas católicos. El escenario velado de Gloria es, además, Santander. Pereda soñaba en sus adentros, y en sus cartas a Menéndez Pelayo, con la conversión sincera y definitiva de su querido Galdós. ¿Por qué no había puesto éste en su Gloria un buen sacerdote, un ejemplo de las verdaderas virtudes católicas, que sirviera de contrapunto a los diáconos amargados y perversos? Al fin y al cabo, otras confesiones también tienen sus lacerantes lacras, y no hay por qué entrar ni en exaltaciones ni en persecuciones injustas. La tolerancia debe ser primera ley, mientras el buen Dios no se decida a iluminar por igual a todos los hombres con la fuerza preclara de su Espíritu. Por su parte, Don Benito veía con ternura los cuadros costumbristas de su compadre Pereda; se sonreía ante su ingenuidad, pero evitaba denigrarlos o efectuar cualquier comentario ridiculizador. Don Marcelino contemplaba con agrado el arte narrativo de Pereda y Galdós, y se congraciaba con tener por amigos a tan sublimes prosistas. Él era, además, un niño cuando Pereda era aclamado ya como maestro en Santander.



Detengámonos en ese niño prodigio, en ese bibliófilo impenitente y lector voraz. Cuando Pereda y Galdós se conocieron en una fonda de la calle Atarazanas, en el verano de 1871, Marcelino Menéndez Pelayo contaba sólo quince años. Tres años antes ya se había comenzado a dar a conocer en los periódicos locales, contestando con éxito a sesudos acertijos de tema histórico. Hijo de don Marcelino Menéndez Pintado, catedrático de Matemáticas de Enseñanza Secundaria, en el instituto destacaba nuestro genio por sus extraordinarios trabajos de investigación. En ese mismo año de 1871, inicia Filosofía y Letras en Barcelona, de la mano del gran Milá y Fontanals. Con dieciocho años, estudiando ya en Madrid, era capaz de dar cumplida noticia de manuscritos y códices guardados en la Biblioteca Nacional. Por desavenencias ideológicas con Salmerón, catedrático de Metafísica de la Universidad Central, traslada la matrícula a Valladolid, donde se licencia. El Ayuntamiento de Santander y la Diputación le otorgan becas de ampliación de estudios en el extranjero por un importe total de siete mil pesetas, que don Marcelino invierte, sobre todo, en la compra de valiosos libros antiguos. Entonces comenzará su más largo y fructífero matrimonio: los libros, su apabullante biblioteca que llegará a contar con más de 50.000 volúmenes, y que él donará generosamente a la capital cántabra.

Viajes por Lisboa, Roma, París, Lovaina, Bruselas, La Haya… y más libros en la maleta, para traer a casa. Comienza a escribir el primer tomo de la Historia de los heterodoxos españoles, la biblia de las herejías nacionales. Decía su buen hermano Enrique, el poeta, que Marcelino “amaba a Dios sobre todas las cosas y al libro como a sí mismo”. Corre el mito del atril doble para leer con comodidad dos libros a la vez mientras come. La leyenda de ser capaz de recitar de memoria un libro recién leído. Su enorme conocimiento de ocho lenguas antiguas y modernas… De niño, visitaba con su padre las librerías de bibliófilo, o las bibliotecas particulares de consumados latinistas. Con doce años, montó su primer estante sobre un aparador. Veinte libros tan sólo. Después convirtió el estante en un armario, como los de las antiguas bibliotecas monacales. Pronto su padre, que lo quería y tenía posibilidades para ello, ordenó construir para los libros un pabellón en el jardín. Su hijo había heredado, quintuplicada, la pasión del abuelo. En 1892, con treinta y cinco años, pasaban de 8.000 los volúmenes de su colección, y entonces fue cuando ordenó levantar un edificio expreso para albergarlos en la casa familiar de Santander. Entre ellos, 23 incunables y 563 manuscritos. Autógrafos originales de Quevedo y Lope de Vega, una obra de Plotino que había pertenecido a Isabel la Católica y regalada a ella por Lorenzo el Magnífico. Y con ellos, los 67 volúmenes alumbrados por el propio polígrafo. [Recomendamos encarecidamente a nuestros lectores que visiten la página web de su biblioteca: www.bibliotecademenendezpelayo.org, con importantes enlaces a bibliotecas privadas y universitarias del mundo entero, obras hispanas, latinas y griegas (que se pueden descargar) y revistas literarias del ámbito hispano. Además, el interesado puede bajarse todos los manuscritos de obras de la colección que ya han sido digitalizados.]



Despega su fulgurante carrera. En 1878, don Marcelino se presenta a la cátedra de Literatura de la Universidad Central, rivalizando con el mismísimo Canalejas. La obtiene. 21 años. El bedel apagaba las luces de la Facultad, se iba el sol, y seguía perorando don Marcelino sobre literatura con sus alumnos, ensimismados por la tremenda erudición y la exacta precisión demostradas en sus explicaciones.

En 1880, es elegido académico de la R.A.E. 24 años. En 1882, con 26, concluye la Historia de los heterodoxos y entra en la Real Academia de la Historia. Comienza su Historia de las ideas estéticas en España y edita las Obras Completas de Milá y Fontanals. 1889: es nombrado bibliotecario interino de la Real Academia de la Historia, y aceptado en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Entre 1890 y 1893, publica sus antologías de poetas líricos castellanos y de poetas hispanoamericanos (en cuatro tomos). Esta última obra era su preferida, de la que se sentía más orgulloso. Sobre ella ha dejado expresado el historiador Carlos Pereira:

«Vistas de este modo las cosas, Menéndez Pelayo es el primero de los americanistas españoles. Los hubo antes que él, pero nadie antes que él dio la fórmula del americanismo integral. De Menéndez Pelayo parte un sentido de la solidaridad que no se había actualizado en obra alguna.La Historia de la Poesía Hispano-Americana es un libro capital para España y fundamental para América. Este libro parecía llegar a su hora, como suele decirse. Pero si llegaba a su hora para la crítica, para el público llegaba con un adelanto de medio siglo. Era, en suma, uno de esos libros que, tal vez inconscientemente, van dirigidos a la posteridad y que tiene como destino una renovación de las ideas. No había público para el libro de Menéndez Pelayo. No lo había en España y no lo había en América. La Historia de la Poesía Hispano- Americana es la mejor de sus obras o, por lo menos, la que él mismo conceptuaba la mejor. Pero el público carecía de preparación para su lectura, tanto por deficiencia de saber como de entusiasmo. Nadie sentía lo americano en España. Nadie sentía lo americano en América. "Esta obra es de todas las mías –dice Menéndez Pelayo– la menos conocida en España, donde el estudio formal de América interesa a muy poca gente, a pesar de las vanas apariencias de discursos teatrales y banquetes de confraternidad." De dos maneras puede leerse la Historia de la Poesía Hispano-Americana: o vemos en ella un libro de erudición, compuesto minuciosamente, de acuerdo con un plan de divisiones geográficas, en el que lo más importante es la compilación de noticias curiosas, instructivas, útiles y, sobre todo, exactas, o bien leyendo las 900 páginas de recorrido atendemos a la impresión de un conjunto grandioso, del que se destacan como de la masa arquitectónica de una catedral, de una abadía o de un castillo, torres y explanadas, pórticos, estatuas, relieves, hornacinas, arboledas, jardines y fuentes...»

En 1898 –la triste fecha del Desastre--, a los 42 años, ocupa el cargo de director de la Biblioteca Nacional. Impulsa la Revista de Archivos, hito en la investigación erudita española. En 1901, ingresa en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 1911, un año antes de su muerte, es elegido director de la Academia de la Historia. Su sueldo más abultado, aunque bien generoso para la época, fue de doce mil pesetas, con descuentos. Lo que no necesitaba para vivir y para mantener sus dos casas, lo invertía en adquirir preciados volúmenes en subastas nacionales y extranjeras.





Así llegamos a 1912… El 7 de abril, don Marcelino hace testamento, y lega a la ciudad de Santander, su patria, su biblioteca así como el edificio en que se halla. En los últimos tiempos se le veía vagar solo por los cafés de su ciudad --el Suizo entre ellos--, asistido por su capa, meneando la cabeza, como asintiendo o negando para sus adentros. Leía algunos periódicos ingleses, y de Madrid La Época, su favorito. El domingo, 19 de agosto, sufre un colapso por la mañana del que tarda en recuperarse. Pide que le asista el mismo padre confesor que antaño acompañara a su señora madre, de la vecina parroquia de San Francisco. Entre sus últimas palabras, mirando por última vez al pabellón de su biblioteca, las que mejor esculpen en mármol de Carrara su figura inmortal: “Qué lástima tener que morir cuando me faltaban tantas cosas que leer”. Luego soltó el libro y la pluma y tomó el crucifijo. Ya lo llamaban sus buenos amigos, Laverde, “Clarín”, Valera y Pereda. Así pues, pasó a la eternidad. Tenía 56 años. Fue amortajado con el hábito de la orden franciscana, y sepultado en la nave lateral de la catedral de Santander. Planeando, suspendidos en el aire como un nimbo perenne, los mágicos, bellísimos versos que dedicó a su tierra:

“Puso Dios en mis cántabras montañas
auras de libertad, tocas de nieve,
y la vena del hierro en sus entrañas”

* * *


Volvamos ahora a “Clarín” y a su propuesta de la religiosidad como panacea. Para el agudo y acerado escritor zamorano, nuestra alma necesita creer, y es por medio de las creencias religiosas comunes como se dota de fraternidad y de cohesión a un pueblo. Lo asevera en Un discurso (1891), presentado en la apertura del año universitario, y enviado a Menéndez Pelayo, quien lo elogia con emoción, pues ve en “Clarín” a un hombre que no ha perdido la fe: “Se me ensancha el alma cuando veo a un liberal como usted coincidir conmigo en lo esencial del terrible problema […] la absoluta necesidad de la educación religiosa, no ya sólo para que la vida colectiva no acabe de disolverse, sino, lo que importa más, para la salvación del alma propia, como quiera que esto se entienda.” El más díscolo de los amigos, por lo escéptico, era Galdós, quien reconocía, en carta a Pereda, que el catolicismo “es la más perfecta de las religiones positivas”, aun cuando él dice carecer de fe, lo que le lleva a ir tirando en un estado que no termina --justamente y por eso--, de agradarle. A propósito de los descalificativos contra Gloria, el insigne narrador canario se define decididamente: “Ninguna religión positiva, ni aun el catolicismo, satisface el pensamiento ni el corazón del hombre en nuestros días. No hay quien me arranque esta idea ni con tenazas. El catolicismo no puede seguir rigiendo en absoluto la vida. Convengo en que marchamos rápidamente al caos; pero este desconsolador hecho no puede ser un argumento en contra de aquella idea.” (El subrayado es nuestro). Es decir, el propio Galdós reconoce hacia dónde conduce el agnosticismo, y lo que es peor consuelo, el ateísmo: a la destrucción del orden social, a la pérdida de los valores morales, esenciales del ciudadano y de la persona. Se vio a las claras décadas después, durante la malograda II República Española, con la persecución sistemática de la Iglesia y de sus seguidores, para proponer un nihilismo pseudocomunista a cambio. El dramático resultado –del cual nadie decente se vanagloria—fue nuestra contienda civil. Y todavía hay quien ve en el nacionalcatolicismo del régimen franquista un decorado de cartón-piedra. Aquella dictadura, chapuceramente contradictoria como son todas, paraíso de crueldad y de represalia, esgrimió sin embargo con relativo tino la vertiente religiosa como fórmula de estabilidad social. El descreimiento de épocas pasadas radicalizó las posturas, e hizo levantar la barbacana del mazo y del hisopo. Se pidió una suerte de estado teocrático como lo hubo durante la Edad Media y el absolutismo imperial. El aleccionamiento de catecismo tuvo como nota positiva inculcar un cierto respeto por los valores éticos de la religión, aun cuando muchas parejas, obligadas a admitir el único matrimonio autorizado, el católico, firmaran de antemano ante notario un “documento de dudas razonables sobre el dogma” por si la relación fracasaba y había que recurrir a Roma y al Tribunal de la Rota.

El cristianismo, en su variante católica, forma parte innegable de la idiosincrasia española e hispana. Por mucho que algunos vocingleros, en época republicana o actual, intenten desconocerlo. Quieren alienarnos de nuestras creencias tradicionales, volviéndose irrespetuosos frente a quien no piensa como ellos. Poco han aprendido del genio galdosiano, o clariniano, que abogaba por una espiritualidad innata en el ser del español, aunque la tal no corroborara taxativamente los dogmas del catolicismo. Hoy día, quienes no creen se molestan por la presencia de quienes creen, y ni siquiera abrazan posiciones de espiritualidad conciliadoras, como el krausismo o la teosofía. Ahí están ataques despiadadamente frontales a la Historia del cristianismo y de la Iglesia católica, como el esgrimido con verdadera saña por el escritor colombiano Fernando Vallejo (La puta de Babilonia, 2007). De acuerdo que el papado no ha sido ninguna institución perfecta, y que Roma ha cometido errores de bulto, algunos extraordinariamente vergonzosos, crueles y jactanciosos, como beatificar a quienes amparaban a los clérigos responsables de las matanzas del campo croata de Jasenovac. Pero tampoco se puede negar la emprendedora labor social de la Iglesia, en caridad, sanidad, infancia, educación y formación. No es cierto que Pío XII fuera un aliado del nazismo y un antisemita convencido, como dice ese autor, que ignora lo imprescindible que es la diplomacia para la supervivencia. Si Pío XII hubiera criticado abiertamente el régimen de Hitler, éste habría ocupado el estado Vaticano y silenciado al papa, como de hecho hizo con sacerdotes y monjas católicos internados en los campos de exterminio (Kolbe, Sangel, Stein…) Aún vive hoy en Israel Zeev Steinberg, músico, una de las personas salvadas de la Shoa gracias a la orden dictada expresamente por Pío XII para acoger y esconder en los monasterios a los judíos perseguidos por los nazis (v. Alfa y Omega, nº 641, 14-05-2009). Es obvio que cada cual cuenta la feria según le va en ella. Si creemos en Dios, sólo Él conoce objetivamente el grado de inocencia o de culpabilidad de cada ser humano. Pero Vallejo, llevado de aprensión supina, difunde otras severas imprecisiones, como asegurar que los nazis eran cristianos, cuando en realidad –todos lo sabemos-- sólo difundían el culto al Führer y a la raza aria. Mas se ve que, para él, el cristianismo ha sido la bestia negra de toda la cultura occidental.

Tanto España como la cultura hispánica, la que extendimos los españoles por el mundo, al otro lado del océano, es lo que es merced a su trayectoria confesional. Lo ha expresado magistralmente el nuevo arzobispo de Toledo, Monseñor Braulio Rodríguez Plaza: “La unidad verdadera es siempre la que nace de la confesión de la fe común. En la historia de España es evidente que la confesión de fe común ha fecundado la vida de las personas, de los pueblos, de la cultura, en orden a la conquista del respeto de la dignidad de la persona humana. La realidad histórica de España difícilmente se entendería, ni antes ni ahora, sin esa unidad de confesión de fe que la ha configurado y caracterizado. Los obispos españoles, en la Instrucción pastoral Orientaciones morales ante la actual situación de España, de noviembre de 2006, que no ha perdido un ápice de vigencia, señalábamos que «esta unidad cultural básica de los pueblos de España, a pesar de las vicisitudes sufridas a lo largo de la Historia, ha buscado también, de distintas maneras, su configuración política. Ninguna de las regiones actualmente existentes, más o menos diferentes, hubiera sido posible tal como es ahora, sin esta antigua unidad espiritual y cultural de todos los pueblos de España». No debemos olvidar esta afirmación.” (v. Alfa y Omega, nº 638, 23-04-2009, p. 26).

Sin embargo, la tremenda crisis de valores por las que atraviesa España en esta primera década del siglo XXI no es exclusivamente nuestra. Individualismo, conformismo, tedio, apatía, extravío de un rumbo y de un proyecto de vida, se dieron también en, por ejemplo, la sociedad norteamericana de 1950-55, tal y como atestigua con los personajes de su novela Richard Yates (Revolutionary Road, 1961). La cultura estadounidense aparecía “narcotizada y moribunda”, y sólo la vieja Europa, la cuna madre, parecía ofrecer alguna esperanza de recuperación, con sus tradiciones ancestrales, su impulso civilizador, sus matrimonios fieles y sus oportunidades de vida realizada y dichosa. Europa era como un Edén. El país de las grandes comodidades, la industria de primera línea y la Estatua de la Libertad miraba a Europa. Ahora Europa, ¿hacia dónde mira?

A los hombres con valores, con ética y con preocupaciones trascendentales, dirige Juan Manuel de Prada su urgente y muy necesario libro La nueva tiranía. El sentido común frente al Mátrix progre (Ed. Libroslibres, 1ª ed., abril de 2009). La cultura de la idolatría, despersonalizada, globalizadora y alienante, pretende vencer a lo “caduco” y “reaccionario”, sustituyendo las lámparas viejas por otras nuevas como en el cuento de Aladino. Pero las nuevas lámparas de latón, aun por muy relucientes, no sacan genio por mucho que se froten. “Y, contra este nuevo orden cuasirreligioso, sólo se alza el orden religioso, que restituye al hombre su verdadera naturaleza y le propone una visión cabal del mundo que ataca los cimientos del trampantojo sobre los que se asienta la nueva tiranía, disolviendo sus falsificaciones•” (v., op. cit., p. 14). Como dejó sentenciado Chesterton hace ya muchos años, quien no cree en Dios, cree en cualquier cosa. Hemos de recordar siempre que no nos limitamos a vivir, sino que convivimos. Por tal motivo, fundamentado y fundamental, pidamos al menos para que los que no creen en Dios respeten el derecho a creer de los demás, y que jamás veamos de nuevo rota la base de nuestra tolerancia y convivencia.

Antonio Ángel Usábel
(Madrid, 17 de mayo de 2009)

* PARA SABER MÁS: recomendamos la consulta de la bibliografía siguiente:

I. Sobre la vida de Marcelino Menéndez Pelayo:

-- Artigas Ferrando, Miguel. Menéndez y Pelayo, Madrid, Ed. Voluntad, 1927.
--Artigas Ferrando, Miguel, La vida y la obra de Menéndez Pelayo, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1939.
--Bonilla Sanmartín, A., Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid, 1914.
--Cossío, José Mª de, Rutas literarias de la Montaña, Santander, Ediciones de la Librería Estudio.
--García de Castro, R., Menéndez Pelayo.
--González Piedra, Juan, Vida y obra de Menéndez Pelayo, Madrid, Publicaciones Españolas, 1952, col. Temas españoles, nº 12.
--Pellón Gómez de Rueda, Adela, “Perfil humano de Menéndez Pelayo”, en Menéndez Pelayo. Setenta y cinco aniversario, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, 1989, pp. 10-35.
--Rodríguez Alcalde, Leopoldo, “Marcelino Menéndez Pelayo”, en Retablo biográfico de montañeses ilustres, Ediciones de la Librería Estudio, 1978, t. I, pp. 107-114.
--Sánchez Reyes, Enrique, Menéndez Pelayo. Biografía del último de nuestros humanistas, Santander, 1956.
--Sánchez Reyes, Enrique, Biografía crítica y documental de Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid, C.S.I.C., 1974.

II. Sobre Benito Pérez Galdós en Santander:
--Madariaga, Benito, Pérez Galdós. Biografía santanderina, Santander, Institución Cultural de Cantabria / Instituto de Literatura “José Mª de Pereda”, 1979.
--Madariaga de la Campa, Benito, Pérez Galdós en Santander, Santander, Ediciones de la Librería Estudio, 2005.

III: Sobre la vida de José Mª de Pereda:
--Cossío, José Mª de, Rutas literarias de la Montaña, Santander, Ediciones de la Librería Estudio.
--Menéndez Pelayo, Enrique, y otros, “Apuntes para la biografía de Pereda”, en El Diario Montañés, 1 de mayo de 1906, recogido en el t. XVII de las Obras Completas de D. José M. de Pereda, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1922 (3ª ed.).

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